El 8 de agosto, fuerzas especiales de la policía kirguisa consiguieron arrestar al expresidente Almazbek Atambayev en su complejo residencial a las afueras de Bishkek tras haber fracasado el día anterior, siendo avasallados por los seguidores del exmandatario. Oficialmente, la operación tuvo lugar después de que el político se negase a acudir a los tribunales para declarar como testigo en el caso de la liberación ilegal durante su mandato de un conocido mafioso checheno. Sin embargo, fue su oposición a abandonar el poder lo que realmente le ha llevado a dormir en prisión.
Una de las principales asignaturas pendientes de Kirguistán desde su independencia de la Unión Soviética es la transición pacífica y democrática de un presidente a otro. En un fenómeno que puede afectar a todos los países, desde democracias a dictaduras, los jefes de estado kirguisos han sido algo más que reticentes a dejar las riendas de la nación. De hecho, sendas revoluciones fueron necesarias para sacar de la Casa Blanca de Bishkek a dos de los antecesores de Atambayev en el cargo de presidente. Lo que estamos viendo en la actualidad en la disputa entre Atambayev y su sucesor, Soornbay Jeenbekov, es el deseo del primero de seguir al cargo mientras que el segundo trata de evitarlo y acumular él mismo todo el poder posible.
Askar Akayev, un físico metido a político, se convirtió en el primer presidente de un Kirguistán independiente, del cual estuvo al frente durante casi tres lustros antes de ser derrocado en el 2015 en la llamada “revolución de los tulipanes”. Su intención de mantenerse en el poder, ya fuese directamente o merced a una sucesión dinástica, con dos de sus hijos habiendo sido elegidos diputados en las controvertidas elecciones que prendieron la mecha la revolución, fueron lo que llevaron a la caída de Akayev. Rusia no puso reparos en acoger al expresidente.
También en el exilio, aunque en este caso en Bielorrusia, es dónde acabó su sucesor, Kurmanbek Bakiyev, tras cinco años de presidencia. El nepotismo y la corrupción, siendo su hijo Maxim el máximo exponente de ambas, al igual que el engaño a Rusia en lo referente a la base estadounidense de Manas, desembocaron en una segunda revolución. De nuevo, fue a través de una revuelta popular, y no de una transición pasada por las urnas, que el poder cambió de manos en Kirguistán.
Tras la presidencia interina de Roza Otunbayeva, la única jefa de estado que hasta el momento ha abandonado el cargo, y su influencia, de manera voluntaria, fue Atambayev quien se mudó a la Casa Blanca. Cuando expiró su único mandato de seis años, tal y como está estipulado en la Constitución, tuvo que dar un paso al lado. Sin embargo, dejar el palacio presidencial es una cosa, mientras que dejar de ejercer el poder es otra muy distinta. Por ello, escogió a su primer ministro, Soroonbay Jeenbekov, para que se presentase a las elecciones presidenciales de 2017. Atambayev pensaba que su delfín sería poco más que una marioneta, como en el caso ruso protagonizado por Putin y Medveved. Erró en el cálculo.
Como ocurrió con Akayev y Bakiyev, Atambayev no dejó el poder por voluntad propia pero, a diferencia de los otros dos, decidió de manera obstinada luchar por seguir manejando los hilos, rodeándose de seguidores armados, haciendo proclamas incendiarias e incluso visitando a Putin para lograr el apoyo del Kremlin. Independientemente de la condena en prisión a la que ahora tenga que hacer frente, lo que está claro es la incapacidad, una vez más, de que haya una transición democrática en la República Kirguisa. Para que un país sea considerado una democracia no vale sólo con tener elecciones libres. Entre otras cosas, incluyendo la libertad de expresión y la independencia del poder judicial, es clave que las riendas del país pasen de un político a otro de manera transparente y pacífica, algo en lo que ha fracasado repetidamente Kirguistán.
Si Jeenbekov, tal y como se espera, se impone en la actual crisis, tendrá que hacer frente al mismo dilema que Atambayev cuando expire su mandato en el 2023. Esa será la oportunidad para ver una transición verdaderamente democrática en el país. Sin embargo, conociendo los antecedentes tanto de Jeenbekov como de sus antecesores, no parece muy probable que así sea. El poder es demasiado adictivo como para dejarlo voluntariamente.
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